El día se despertaba de un color plomizo tiñendo la ciudad de una extraña melancolía que reflejaba en el cristal de la ventana de mi habitación ráfagas de imágenes de infancia. Y mientras mi mente se sumergía en un laberinto de sombras de recuerdos y olvidos, los nuevos y madrugadores habitantes reavivaban cada rincón de la plaza del mercado con sus estands repletos de alimentos y exóticos objetos de añoranza. Atrás habían dejado tierras, familias, identidad y la efímera promesa de que volverían con nuevos aires de riqueza prestada.
Abrí la ventana y el frío viento azotó mi cara. El eco de voces sin palabras inundó la habitación y aponyándome en el alféizar contemplé con mayor claridad la realidad de culturas encontradas; la de culturas que hablan un mismo idioma: el de la humildad y el respeto.
Abrí la ventana y el frío viento azotó mi cara. El eco de voces sin palabras inundó la habitación y aponyándome en el alféizar contemplé con mayor claridad la realidad de culturas encontradas; la de culturas que hablan un mismo idioma: el de la humildad y el respeto.
Los niños correteaban despreocupados entre los puestos, ajenos a cualquier responsabilidad, y dejando tras de sí un rastro de fresca algarabía que arrancaba la sonrisas de los ancianos que, como cada sábado, se reunían entorno a la plaza para contemplar el espectáculo del montaje de este improvisado circo de variedades.
Respiré hondo cerrando los ojos al mismo tiempo y dejándome embriagar por el incesante murmullo que emanaba del tan bien avenido mercado. Algunos clientes ya negociaban con los expertos comerciantes el precio a pagar mientras revisaban con ojo clínico el aspecto de la mercancía.
Respiré hondo cerrando los ojos al mismo tiempo y dejándome embriagar por el incesante murmullo que emanaba del tan bien avenido mercado. Algunos clientes ya negociaban con los expertos comerciantes el precio a pagar mientras revisaban con ojo clínico el aspecto de la mercancía.
Mientras tanto el manto gris se abría dejando paso a los primeros rayos del sol de septiembre y la ciudad comenzaba a mirar al cielo agradecida por el confortante baño dorado. Me enfundé mi vieja chaqueta y bajé con premura a la plaza para mezclarme con los aromas de diversidad y las sombras del pasado.
1 comentario:
Pues sí, el mundo es un pañuelo. Me alegra verte por aquí.
Un saludo.
g.
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