jueves, 24 de julio de 2008

La Plaza del Mercado

El día se despertaba de un color plomizo tiñendo la ciudad de una extraña melancolía que reflejaba en el cristal de la ventana de mi habitación ráfagas de imágenes de infancia. Y mientras mi mente se sumergía en un laberinto de sombras de recuerdos y olvidos, los nuevos y madrugadores habitantes reavivaban cada rincón de la plaza del mercado con sus estands repletos de alimentos y exóticos objetos de añoranza. Atrás habían dejado tierras, familias, identidad y la efímera promesa de que volverían con nuevos aires de riqueza prestada.
Abrí la ventana y el frío viento azotó mi cara. El eco de voces sin palabras inundó la habitación y aponyándome en el alféizar contemplé con mayor claridad la realidad de culturas encontradas; la de culturas que hablan un mismo idioma: el de la humildad y el respeto.
Los niños correteaban despreocupados entre los puestos, ajenos a cualquier responsabilidad, y dejando tras de sí un rastro de fresca algarabía que arrancaba la sonrisas de los ancianos que, como cada sábado, se reunían entorno a la plaza para contemplar el espectáculo del montaje de este improvisado circo de variedades.
Respiré hondo cerrando los ojos al mismo tiempo y dejándome embriagar por el incesante murmullo que emanaba del tan bien avenido mercado. Algunos clientes ya negociaban con los expertos comerciantes el precio a pagar mientras revisaban con ojo clínico el aspecto de la mercancía.
Mientras tanto el manto gris se abría dejando paso a los primeros rayos del sol de septiembre y la ciudad comenzaba a mirar al cielo agradecida por el confortante baño dorado. Me enfundé mi vieja chaqueta y bajé con premura a la plaza para mezclarme con los aromas de diversidad y las sombras del pasado.